El mes de la lluvia, de los atardeceres tempranos, de las noches reflejadas en el charol irregular de los adoquines, de los huesos de santos que tiritan en los escaparates escarchados de frutas antiguas. El mes de los paraguas y de los cielos grises, de las primeras gabardinas, de los calcetines de lana y de las rebecas que nos esperan en los armarios de la memoria. El mes de los días cortos y de las noches prolongadas en el viento que persigue al último chaparrón, de
la mesa camilla esperando la lectura sosegada, la música tibia, la charla en torno a su círculo cálido y estrecho. El mes del recuerdo a los que se fueron, de las esquelas en el ABC, de las misas de difuntos por los hermanos de la cofradía que ya han sacado la papeleta de sitio definitiva. El mes de la Virgen que gira su rostro para quedarse a solas con el dolor, que lleva en sus manos la tragedia de Susillo y en su nombre la espina del sinsabor. El mes de la Amargura.
Ese besamanos de noviembre se convierte, por obra y gracia de la Amargura, en una de las grandes paradojas de la ciudad. Cuando llegamos a San Juan de la Palma todo es penumbra de Regina, estrechez del tiempo que parece condenado a perderse en la ausencia vespertina de la luz. Los días se han ido recortando desde aquellas tardes infinitas, juanramonianamente anchas del mes de junio. Estamos condenados a la sombra, a la tiniebla que se espesa de una forma inmisericorde, como creciendo han ido los sinsabores y las amarguras a medida que hemos ido dejando atrás el paraíso breve y luminoso de la infancia. Llegamos a la puerta ojival, entramos en ese mudéjar tan barroco, nos acercamos a su rostro y de pronto se da la vuelta el tiempo. El reloj de arena se invierte. Todo lo que era puro vacío se llena de repente. La Semana Santa ya ha doblado el cabo de Buena Esperanza.
He ahí el secreto guardado en el cofre abierto del templo. Una soleá apuntada en el aire, entonada en el silencio blanco de Dios: «La muerte no es el final, ni tampoco es el principio de lo que viene detrás». Se diluye el veneno. Se difumina la tiniebla. La muerte se convierte en un rito. En una costumbre. En algo inevitable, como inevitable es el gozo que provoca esta Virgen que nos traslada hasta el Domingo de la Luz. La muerte no es alfa ni omega. Es un tránsito. Una esquela en blanco y negro. Un llanto femenino en escorzo. Un contraluz que resalta la luminosidad de esa eternidad que busca el sevillano como si le fuera su vida en ello. La muerte, como escribió Núñez de Herrera, no es más que una obra de arte. Y la Amargura, su reflejo.
Cuando salimos de San Juan de la Palma todo es distinto. El otoño se convierte en antesala. La Navidad se adivina en la cercana lejanía de las viejas calles donde ya se han montado los nacimientos. Todo rezuma vida. Todo huele a víspera, al tiempo de espera que la ciudad ha hecho suyo hasta el punto de la bendita neurosis que padecemos. Noviembre es la víspera de marzo, el anticipo húmedo de abril. Nos llevamos el olor del incienso frío, la mano que talló Susillo para agarrarse a ella en el momento fatal, la belleza acompasada al ritmo del dolor. Nos llevamos la dulzura de la Amargura. Y como si fuéramos el reverso de su rostro, paseamos la sonrisa del gozo anticipado por las calles que huelen a Domingo de Ramos.
Redacción de Pasión en Sevilla.
Fotografías de Javier Vázquez (@JaviVazquez98)
Montaje de nuestro colaborador y redactor Fernando González Cano (@FGonzalezCano)
Fotografías de Javier Vázquez (@JaviVazquez98)
Montaje de nuestro colaborador y redactor Fernando González Cano (@FGonzalezCano)
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